La
olla de Gabino
Godofredo
Daireaux
Había una vez en el campo un gaucho
que se llamaba Gabino. Vivía con su mujer, Quintina, y sus dos hijos pequeños,
en un rancho de mala muerte, cuidando su muy pequeña majada, algunas vacas y
una manadita de yeguas. Eran pobres, pues el producto de sus pocos animales
apenas les daba para los vicios, y a pesar de que economizaran la carne lo más
que podían, la majada, lejos de aumentar, más bien se iba mermando, pues el
escaso aumento tenía que pasar todo, y a veces algo más, por el asador o por la
olla.
Pero no por esto se lamentaba Gabino;
no soñaba con hacer fortuna, y mientras no llegara a faltar la carne, estaba lo
más dispuesto a encontrar llevadera la vida, a pesar de todas las pequeñas
miserias que consigo suele traer a los pobres y, según dicen, también a los
ricos.
Quintina, su mujer, era más difícil de
contentar, y siempre se quejaba de algo: del sol o del viento, cuando estaba
lavando; del humo, cuando estaba cocinando; de que el capón era chico; de que
la carne era flaca o demasiado gorda, o muy dura si era oveja vieja.
Eternamente, retaba al marido o a los chicos; Gabino dejaba que retase;
comprendía que, para ella, rezongar era consuelo para todos los males y que no
pudiendo, como él, gozar de las exquisitas emociones de la taba, del truco y de
las carreras, y otras diversiones de la pulpería, era muy natural que buscase
su alivio por otro lado.
Sucedió que después de una sequía
prolongada que había atrasado bastante las ovejas, vinieron lluvias
interminables que las acabaron de embromar. La majada se puso a la miseria de
sarna, porque con el agua y el barro del corral no se la podía curar, ni de
manguera, por la mucha humedad. Y era todo un trabajo encontrar un animal
siquiera medio bueno para comer. Hubo que hacer durar más días que nunca el
capón que se carneaba, pues, de otro modo, pronto no hubiera habido carne en la
casa. Gabino, muchas veces, tenía que apretar el tirador después de comer; y
cuando medio muerto de hambre, se deslizaba hasta el alero para tratar de
cortar, de la carne ahí colgada, con que hacer un churrasco, sin que lo viera
la patrona, casi podía tener por seguro que la vigilante Quintina no lo iba a
dejar aprovechar en paz el robo.
-¡Eso es!, comilón y haragán -le
decía-: cómete la carne, nomás, ¡hombre!, que después, nosotros, las criaturas
y yo, quedaremos mirando el gancho y con esto cenaremos. Si pronto vamos a
quedar sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comiendo todo el día,
como si fueras Anchorena. ¿Por qué no te comes un capón en cada comida, para
acabar de una vez con la majada?
Don Gabino se callaba, envainaba la
cuchilla, prendía un cigarro y se iba, medio triste por el hueco que sentía
entre pecho y espalda.
Ya no se comía asado en la casa;
Quintina había escondido el asador, diciendo que con carne flaca es mejor hacer
puchero. Y Gabino se tenía que conformar, comprendiendo que era cierto y que,
con todo, su mujer tenía razón. El asado es un lujo, un derroche que no
permitían ya las circunstancias.
Una noche que, como de costumbre, la
olla estaba en el fuego, Gabino, dejando el mate en la mesa, exclamó:
-Tengo un hambre que parecen dos.
-Voy a servir ya -contestó la mujer, y
con el trinchante, empezó a sacar de la olla las presas de carne cocida que
nadaban, escasas y pequeñas, en el caldo. Puso la fuente en la mesa, colocó en
un banquito a las dos criaturas y les dio, a cada una, para que comieran con
las manos, una presita y un pedazo de galleta, e iba a servir al impaciente
Gabino, cuando se oyó, en el palenque, un débil: «Ave María», que hizo que
aquel se levantara y asomara la cabeza a la puerta del rancho.
En el palenque, esperando la venia
para apearse, estaba un gaucho viejo, viejísimo, forastero, seguramente, pues
no se acordaba Gabino de haberle visto nunca por estos pagos. Su caballo,
extenuado, al parecer, por los años y la flacura; su apero miserable, los
harapos con que venía vestido, no dejaron a Gabino y a Quintina la mínima duda
sobre su posición social y financiera.
-Bájeese, amigo, bájese -gritó, en
seguida, Gabino. Y dando algunos pasos a su encuentro, lo invitó a entrar y a
comer, si tenía ganas.
-¡Hombre! -contestó el viejo-, sin
cumplimiento, aceptaré, pues tengo un hambre que parecen tres.
Quintina, al oír semejante
declaración, lo miró con terror. Sumó, en su mente las dos hambres de Gabino
con las tres del forastero y, agregándole la propia, calculó que no
alcanzarían, por cierto, las tres presas flacas que quedaban en la fuente para
tantas necesidades.
El resultado inmediato fue un rezongo
vehemente, pero interior y callado, para evitar tormenta, pues si Gabino era lo
más sufrido para lo que a él personalmente tocaba, no podía soportar que
maltratasen al huésped, cualquiera que fuera.
Hizo sentar al viejo en su propio
sitio, le dio su plato de latón y su cubierto, y apenas le hubo dicho: -¿Qué
hace, señor?, sírvase-, que el forastero sacó de la cintura una cuchilla
tremenda y, de la fuente, la presa más grande, empezando a comer con un
formidable ruido de carrillos. Sus dientes, blancos, largos y sólidos, a pesar
de la edad, mordían, desgarraban y molían que daba gusto; los dedos y el
cuchillo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los ojos, el hueso de
espinazo que se había servido quedó limpito de carne. Lo sacudió fuerte,
pegando con la muñeca derecha en el dorso de la otra mano, e hizo caer en el
plato el tuétano; lo alzó con la punta de la cuchilla y se lo tragó, diciendo:
-Amigo, no hay que desperdiciar las
cosas buenas, cuando son pocas.
Y sin dejar tiempo a doña Quintina de
salir de su asombro, agarró otra presa.
-Con permiso -dijo. Pero bien se veía
que con o sin permiso, lo mismo hubiera sido.
Quintina dio un codazo a su marido y
lo miró, asustada, con tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza en dirección al
viejo, pareció preguntarle tácitamente qué medidas pensaba tomar. Gabino la
miró, riéndose, y le dijo en voz baja:
-Comeremos el hígado.
Se acordaba de que en el alero del
rancho colgaba todavía de la costanera el hígado del capón, cuyos últimos
restos estaba devorando el viejo; el hígado, es cierto, había sido algo
decentado por los gatos y se empezaba a llenar de cresa, pero era tarde para
carnear y para pensar en preparar otra cena. Al fin y al cabo, quedaba el caldo
también, con arroz y zapallo; y con hacer sopa con una o dos galletas, no se
iban a morir de hambre.
La mujer fue hasta el alero a buscar
el hígado para hacer, con él, algún fritango ligero; pero se encontró con que
una gata que tenía familia había dispuesto ya de él para los cachorros. Y doña
Quintina volvió a la cocina con la única esperanza de poder siquiera apaciguar
el hambre del matrimonio con caldo y galleta.
¡Desastre! Cuando llegó, el forastero
voraz engullía, con la última migaja de la penúltima galleta que existiera en
la casa, la última cucharada de caldo, el último átomo de zapallo y el último
grano de arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la cara toda colorada
y relumbrosa, los labios y el bigote grasiento, la luenga barba blanca
salpicada de las muestras de todo lo que se había tragado, hizo sonar la
garganta con satisfacción, y pegando un puñetazo en la mesa, exclamó, riéndose:
-¡Gracias, patrona! ¡Ahora! sí,
¡caramba!, amigo, soy otro hombre. Con un buen jarro de agua... o de vino,
mejor, si es que tiene, para asentar ese pequeño refrigerio, y ya le quedaré
muy agradecido.
-¡Buen provecho! -murmuró doña
Quintina, con el mismo tono con que hubiera dicho: ¡Revienta, animal!
En el fondo de la bolsa encontró ella
una galleta, por suerte, y partiéndola, dio una mitad a Gabino y se comió la
otra, diciendo despacio:
-Toma, pavo. Llénate con esto y
cuidado con atorarte. Si quedas con hambre, bien tienes la culpa, por dejar que
cualquiera de afuera te venga a aprovechar de semejante modo.
Don Gabino se reía. Mascaba,
indiferente, la galleta que le había dado su mujer y, agarrando de un estante
pegado a la pared una botella, la vació en un vaso que alcanzó a llenar y que
tendió al forastero, diciéndole:
-Tome, amigo; todavía alcanza para un
trago ese poco carlón que queda. Tómelo para completar la fiesta, y dispense la
pobreza. La familia es poca; por esto, la olla es tan chica; otra vez que
venga, llegue más temprano y haremos lo posible para tratarlo mejor.
-Déjese de cumplimientos, amigo
-contestó el viejo-. He cenado muy bien. Con poco me contento.
-Si será sinvergüenza ese viejo
cachafaz -dijo entre dientes Quintina.
Don Gabino se sonreía; le había hecho
gracia la voracidad ingenua del viejo. No habría comido desde varios días el
pobre. Y, al fin, ¡gran cosa!, pasarlo sin cenar, una noche, por casualidad. ¡Cuántas
veces le habían sucedido ya antes!
Y viendo que el viejo, después de
tomar unos mates y de fumar un cigarro, bostezaba como para desengancharse las
mandíbulas, le ofreció tenderle cama en la cocina, lo cual aceptó el huésped,
con la misma sencillez con que había comido toda la cena. Gabino fue a
desensillarle el caballo, atando a éste con maneador largo para que pudiera
comer y se cambiaron las buenas noches.
Esa noche, antes de dormir, doña
Quintina hizo sentir a su marido todo el peso de su legítima indignación. Ser
hospitalario y generoso, tener lástima a la vejez y a la pobreza le parecía muy
bueno, pero con la condición de que la hospitalidad no le viniera a quitar a
uno mismo ninguna comodidad; que no llegase la generosidad a disponer de lo necesario
a la misma familia, sino apenas de lo superfluo; y también encontraba que la
vejez y la pobreza poca alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas,
con las que uno tiene en casa.
Gabino, siempre indulgente, dejó
correr el chorro, y cuando Quintina, como punto final, le quiso llamar la
atención sobre el terrible ruido de trueno con que roncaba el viejo, que se oía
desde la cocina y que les iba, decía ella, a quitar hasta el sueño, comprobó
con cierta impaciencia que su marido también empezaba a roncar y no tuvo más
remedio que agregar su nota de flauta al concierto.
El viejo era madrugador: con el alba
se despertó y oyéndolo Gabino que andaba por la cocina, revolviéndolo todo, se
levantó y se fue a juntar con él.
-Buenos días -le dijo el viejo, medio
burlón-. ¿Cómo ha pasado la noche? ¿No sufrió de empacho?
-No, señor -contestó don Gabino; y
para retrucar el envite, agregó-: ¿Tiene apetito esta mañana?
-¡Qué pregunta! Pues no; casi me muero
de hambre, pero, antes de churrasquear, tomaremos unos mates. Andaba buscando
la yerbera, sin poderla encontrar.
Gabino prendió el fuego, llenó la
pava, arregló el mate, buscó la yerba y encargándole al viejo que cebara, se
fue al corral a carnear un capón, el mejorcito que pudiera encontrar.
Cuando volvió, trayendo una paleta y
algunas achuras para hacer un churrasco, el viejo, que seguía tomando mate, le
dijo:
-Pues, amigo, usted se fue y me dejó
sin pitar.
-Es cierto -contestó Gabino-,
dispense.
Y, sacando la tabaquera y el papel, se
lo dio todo al forastero, quien, después de prender un cigarro, siguió haciendo
más y más cigarrillos, hasta acabar con todo el tabaco, y se los guardó todos
en el bolsillo de la pechera. Gabino lo miraba con cierta admiración bondadosa,
lo que viendo el viejo le tendió un cigarro, diciéndole:
-Fume, amigo; no haga cumplimientos.
Doña Quintina se levantó un poco más
tarde, y se quiso volver loca, al ver al maldito viejo aquel, bien instalado en
el fogón, comiendo, devorando, más bien dicho, toda la carne traída por Gabino,
después de haber acabado con la yerba y con el tabaco, lo mismo que con la
galleta y el vino, el día anterior.
Después de limpiarse las manos con el
trapo, el forastero dejó entender que no le haría mal un trago de ginebra; pero
no había en la casa, pues don Gabino no era aficionado a la bebida, y, sin
insistir, se levantó el otro y declaró que ya se iba a marchar.
Quintina no pudo reprimir un suspiro
de satisfacción, al oírlo, y hasta se asegura que dijo, como entre sí, pero no
bastante para que el huésped no se volviera hacia ella, mirándola con cierto
aire socarrón a la vez y severo:
-¡Anda al diablo, lombriz!
El viejo ensilló su caballo, ayudado
por don Gabino, y en el momento de despedirse de éste, lo abrazó y le dijo:
-No me olvidaré de lo que usted ha
hecho por mí. Cuente usted con un amigo que lo ha de ayudar en todo lo que
pueda, y cuando algo le falte, acuérdese, nomás, de don Francisco.
Y se fue, al tranquito.
Gabino volvió del palenque,
sonriéndose, como de graciosa parada, del ofrecimiento del viejo.
-Acuérdese de don Francisco, me dijo,
cuando algo le falte -le contó a la mujer-, y que nunca se olvidará de lo que
hicimos por él.
-Vaya con el viejo comilón y
sinvergüenza -exclamó doña Quintina-; pues, yo tampoco me he de olvidar de él.
Y como miraban ambos para el campo,
vieron con admiración que donde hubiera debido estar el viejito, sólo se
divisaba como una nube luminosa que pronto desapareció sin que de «don
Francisco» quedara ni la sombra.
-¡Don Francisco! ¿Don Francisco de qué
será? -se preguntaba don Gabino, todo pensativo-. ¿Quién sabe si no será algún
enviado de Mandinga? Aunque no parece; pues era risueño el viejito, y no
parecía malo.
-Por mi parte -dijo Quintina-, pocas
ganas tendré yo, cuando no tengamos nada que comer, de llamarlo para que nos
venga a ayudar, con su apetito, a morirnos de hambre.
Y entrando en la cocina, empezó a
preparar lo necesario para el almuerzo, aunque no fuera hora todavía, pues
estaban ambos como fácilmente se comprende, con un hambre feroz.
Lavó la olla, le echó agua, la puso en
el fuego y fue al alero a sacar carne. Cortó un cuarto del capón y, en pedazos,
lo metió en la olla.
Mientras tanto, andaba Gabino buscando
el tabaco para armar un cigarro; pero no quedaba más que el papel de estraza en
que había sido envuelto. Se acordó que don Francisco se lo había llevado todo y
se contentó con decir, sonriéndose:
-¡Qué don Francisco éste!
Y, al momento, vio con asombro que el
papel de estraza, que tenía en la mano, se había llenado, ¡cosa extraña!, del
mismo tabaco que acostumbraba fumar. Se le pusieron redondos los ojos, y,
llamando a su mujer, le enseñó el atado. La mujer se quedó admirada, por supuesto; pero sin
dar, por tan poco, su brazo a torcer, dijo:
-Bueno, pero te falta papel.
-Cierto -contestó el hombre-. ¿Qué hago?
-Pídeselo a don Francisco -le
contestó, medio turbada-, para ver.
Y, sin vacilar, don Gabino llamó:
-Don Francisco, mande papel, pues,
hombre.
Y mirando el atado que siempre tenía
en la mano, vio, encima, un cuaderno de papel de fumar que parecía salir de la
pulpería.
Quedaron, esta vez, atónitos ambos y
no se atrevían a decir una palabra, temerosos de que tamaña brujería les
resultase fatal. En silencio y sin querer acordarse de que también se les
habían acabado la yerba, se sentaron a comer.
Cuando ya estaba Quintina sirviendo el
puchero, entró una de las criaturas y pidió una galleta.
-¡Caramba! -dijo el padre-; galleta no
hay; comimos anoche, la única que nos dejó don Francisco.
Y, al pronunciar esas palabras, oyó en
un rincón de la pieza el ruido peculiar que hace la galleta bien seca al
desmoronarse en la bolsa. Corrió don Gabino a su vez y se encontró con galleta
para varios días.
Esta vez, no hubo duda ya que con don
Francisco se podía realmente contar y se miraron los esposos con alegría sin
reserva. Comieron con apetito y sólo fue cuando estuvieron cansados de comer
que notaron que en la olla todavía quedaba con qué convidar a varias personas.
Lo más raro es que, a pesar de ser bastante flaco el capón, el caldo era gordo
y nutritivo, como si hubiera sido hecho con carne de vaca a pesebre.
Desde ese día por pequeña que fuera la
olla, y por flacas que estuvieran las ovejas, nunca les faltó, para comer,
carne abundante y gorda, como si manantial hubiese sido la olla. Mas, los dos
niños crecieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y otros, hasta doce,
entre varones y mujeres, y sin que se cambiase la olla, siempre alcanzaba para
todos el puchero. Don Francisco no habían venido nunca más a visitarlos y,
asimismo, era como si habitara en la casa. Era el invisible protector de la
familia, y Quintina era la que más devoción le tenía. Comprendía ella, aunque
no lo confesara, que había sido más generoso con ella todavía que con Gabino;
pues por su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido castigarla, como suelen
hacer esos emisarios misteriosos, de poder sobrenatural, con los que los
reciben mal. Le había tenido lástima y la había perdonado, y por esto su
recuerdo era más sagrado para ella.
La majada aumentó sin cesar, pues el
consumo era ínfimo y se iba paulatinamente haciendo rico don Gabino,
bendiciendo al Cielo por haberlo hecho nacer hospitalario.
Nunca en vano llamaba al palenque
ningún transeúnte; se tenía fe en la olla y se sabía que de ella siempre
saldría carne para todos; y en caso de apuro, con llamar a don Francisco
quedaba todo salvado.
Y vivieron así Gabino y Quintina,
muchos años, rodeados de su numerosa prole, multiplicada con nietos, biznietos
y tataranietos, criados todos en el respeto de las viejas costumbres
hospitalarias de los antepasados, a las cuales debían su fortuna.
Pero, al cabo de muchos años, las
generaciones que se sucedían creyeron que la olla no podía perder su
maravillosa facultad, no acordándose ya a qué ni a quién la debían. Sólo sabían
que había que invocar a «don Francisco» para conseguir que no se agotase su contenido.
El puchero, por lo demás, poco le gustaba ya a esa gente que se había hecho
delicada con la riqueza; y se reservaba la olla para los peones y los huéspedes
pobres. Y como éstos abundaban, por supuesto, también llegó, con los años, el
día en que el dueño de la olla, hombre de regular fortuna, se rehusó a recibir,
ni en la cocina, a los pobres, diciendo, en su orgullo egoísta, que ya lo
tenían fastidiado todos esos haraganes harapientos.
Una noche, un gaucho viejísimo
tremoló, en el palenque, su débil «Ave María». Forastero debía de ser, pues el
dueño de la casa no se acordaba haberlo visto nunca por esos pagos. Venía en un
caballo flaco y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho trizas, sus
alpargatas agujereadas cantaban, en coro lastimero, la miseria del pobre viejo.
Pidió licencia para hacer noche.
El patrón vaciló; pues, aunque su
resolución fuera de no dar hospitalidad ya a ningún pobre y que la pusiese en
práctica desde tiempo atrás, de repente le pareció feo rechazar, así nomás, a
ese desgraciado. Lo pensó un rato; hasta que habiendo logrado vencer ese amago
de benevolencia, se dio vuelta las espaldas y, haciendo sonar los dedos, gritó
a un peón:
-Dile que aquí no es fonda. ¡Que se
vaya a la pulpería!
Y entrando en la cocina, se acercó al
fogón para sacar una brasa y prender el cigarro. No se sabe cómo fue; mientras
estaba ahí, oyó un ruidito, como de algo que se raja, y por una rendija abierta
en la olla, todo el caldo se derramó y apagó el fuego, llenándose de humo la
cocina.
-¡Mi olla! -gritó, desesperado, y en
su mente atropellaron todos los recuerdos, las leyendas, los cuentos que sus
abuelos y sus padres le habían hecho, cuando chico, de la preciosa olla y don
Francisco.
Había gozado él de la olla mágica;
había evocado a menudo, con los labios, al generoso protector de su familia,
pero sin darse cuenta de que era preciso seguir mereciendo por su generosidad
los favores concedidos a la generosidad de sus antepasados.
Comprendió en el acto el alcance de su
falta y del castigo. Adivinó quién era el gaucho viejo y pobre a quien habían
negado una presa de puchero: corrió, como loco, hasta el palenque, llamando a
gritos con toda su fuerza:
-¡Don Francisco! ¡Don Francisco!
Pero sólo llegó para ver desaparecer
paulatinamente una nube luminosa en el mismo sitio donde, en aquel momento,
hubiera debido estar el viejito, trotando.
Volvió, llorando, para las casas.
Trató de componer la olla con alambre, pero todos sus esfuerzos fueron
inútiles: hay cosas, en la vida, que no se componen.
Desde aquel día, volvió a entrar la
necesidad en la casa. La majada fue siempre mermando, padre e hijos se dieron
al vicio y a la desidia; todo se volvió desastre. A los huéspedes se les
admitía, pero nunca alcanzaba la carne, y se les convidaba con caña, y surgían
peleas, a veces sangrientas. Hasta que se derrumbó todo: bienes, hogar,
familia, quedando tirada en un montón de basura la olla que había sido de don
Gabino.
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