La pieza ausente
de Pablo de Santis
Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay
nadie en esta ciudad –dicen- más hábil que yo para armar esos juegos que exigen
paciencia y obsesión.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné
que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era Director del Museo del
Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me
citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente
mientras decía su nombre en voz baja –Lainez- como si pronunciara una mala
palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: “Veneno” dijo entre dientes.
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas
que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos.
Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan
complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba,
manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una
pieza.
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado,
y al final apareció la pieza. «Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre
el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos
una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre
una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La Piedad.
-Sabemos que Fabbri tenía enemigos -dijo Lainez-. Coleccionistas
resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un
ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
-Troyes –dije-. Lo recuerdo bien.
-También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender
a toda costa. ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? -Dije que no.
- ¿Ve la B
mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una
buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas.
Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso
de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles.
El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me
obligaban a reflejarme. Sólo los hombres incompletos podíamos entregarnos a
aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.
-Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas.
Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las
inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la
forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía
por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y
cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza
ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
Actividades
1. ¿Por qué motivo llaman a declarar al protagonista? ¿Era sospechoso?
Explica.
2. ¿Qué pista había dejado la víctima sobre su asesino?
3. ¿Qué deducciones habían sacado los detectives a partir de esa pista?
¿Quiénes eran los posibles culpables?
4. El protagonista dice que encuentra la solución sin buscarla, ¿qué
explicación da acerca de esto?
5. Montaldo fue arrestado como el autor del crimen, ¿por qué?
6. Hacia el final, el protagonista nos cuenta sobre la actitud del
asesino, ¿qué le envía todos los meses? ¿cuál es el mensaje implícito de los
envíos?
Cuento policial
Marco Denevi
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos
los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un
libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la
tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que
era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las
joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna
sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó,
empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin
haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no
descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda,
la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó
todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que
había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de
ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
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